Ya en el tercer tanto alemán, Pelé debió apagar el televisor. Dilma, la presidenta que tanto peleó por traer la Copa del Mundo a Brasil, marcaba a sus asesores. Buscaba evitar una catástrofe en caso el país del fútbol era eliminado de su propia fiesta.
Y así pasó. Un efectivo Alemania hizo de la alegría brasileña solo un recuerdo para dar pase a las lágrimas, a los insultos, a la furia de más de doscientos millones de habitantes que siempre odiarán este 8 de julio, día de la mayor verguenza deportiva de su historia. Porque si el Maracanazo todavía dolía y asustaba después de 64 años, este Mineirazo costará por lo menos unas cuantas generaciones para poder olvidarlo.
Porque el equipo de Scolari no respondió al canto del himno a todo volumen, no se contagió de las oraciones de Pelé, ni de Dilma. Jugó otro deporte, el que se juega sin defensa. Regaló las bandas, le temió a la pelota, se desdibujó por los laterales. Fue más de lo mismo con la diferencia de que ahora tuvo a un verdadero killer como rival de turno.
Ya en el cuarto tanto alemán, los insultos hacia la presidenta y a Scolari resonaban en el Mineirao. Los hinchas no lo podían creer. En un sector entre norte y occidente, se generó una pelea entre brasileños y alemanes. La policía federal triplicó la seguridad en las calles, las protestas y el vandalismo era esperado con doble seguro y candado en las calles.
La derrota y la humillación se sentía peor que un golpe de Estado. Ya empieza a arder Brasil y no es por el sol radiante de Rio ni por el juego lúcido y exitante del Scratch. Es el dolor del pueblo que se desborda como regero depólvora.