Un acto de magia, dos actos de fe y un Hernán fenomenal para un minuto 95 fabuloso. No ha ganado solo Alianza, también quienes disfrutan del juego.
Un acto de magia, dos actos de fe y un Hernán fenomenal para un minuto 95 fabuloso. No ha ganado solo Alianza, también quienes disfrutan del juego.

Con una ejecución impecable, capaz de generar recelo a un medallista olímpico de nado sincronizado o al mejor doble de acción de Hollywood, el delantero , de , revienta la línea defensiva de en base al movimiento más veloz y disruptivo que existe en el arte del ataque: la pausa. El argentino recibe la pelota producto de un desquite accidentado y de inmediato la desmaya sobre el borde interno de su botín izquierdo para desahuciar sin atenuantes cualquier peligro de marca. No quiero exagerar pero aquella jugada –que es propicio verla con detenimiento o cámara lenta para disfrutarla- puede haber sido fotocopiada de Andrés Iniesta, de Ronaldinho, de Juan Román Riquelme o, siendo menos universales, de la mejor versión de en la .

Ha pasado medio segundo y el ritmo se retoma con un siguiente toque hacia adelante cuya consecuencia inmediata es la ridiculización defensiva del rival. Ya quedó a contra pie Alfageme y le será imposible atenuar el movimiento inteligente de Barcos, detrás de “Alfa” otro compañero suyo también se ha resignado a rescatar la pelota con el recurso más inútil –pero más utilizado- en la historia defensiva de este deporte: la mirada.

Entonces el proceso mágico de Barcos alcanza su pico máximo con un pase magistral que bien podría ser un acto de docencia para miles de chicos cuyo sueño es ser futbolista. Roto el equilibrio defensivo íntimo con la pausa, el pase que parece llegar en paracaídas encuentra a Ricardo Lagos, de veinte años, para una definición que linda entre el talento y la suerte. Toquecito de cabeza hacia al centro que intenta ser más un ensayo fallido de centro, pero que termina metiéndose suavemente al arco con la efectividad fulminante del primer beso.

Y entonces resulta natural el desencadenamiento de sensaciones en la mitad de un país más uno. Primero explota la voz con un grito seco y salvaje de gol, luego llega la sensación de asfixia, el sonrojo excesivo y el temor de que explote el pecho en el efusivo acto de apretar los puños y agitarlos con delirio. Sube la temperatura y brota una alegría rebosante. Épica.

Pero había más, mucho más, en un desenlace a la altura de las tele lloronas mexicanas.

Tres palos y un milagro

Tres tiros al palo debieron convertir a José Carvallo en un creyente absoluto de la suerte antes del minuto noventa. En el minuto noventa, Carvallo y sus compañeros han de imaginarse campeones en base a ese heroísmo único de quienes en el último instante doblegan al rival. O, mejor dicho, de quienes son testigos de un acto sobrenatural.

Porque lo de Nelson Cabanillas -en el tiempo cumplido- es una oda a la fe. Y la fe, sabemos todos, hace milagros. Porque ese empalme sin ángulo, ese remate imposible, esa pegada celestial pudo haber terminado en un tiro de esquina, en la tribuna o en un saque de meta tedioso. Pero hubo un acto de fe tan grande en ese tiro, que a la pelota –seguramente- no le quedó más que entrar al arco con un encanto tan propio de los fenómenos naturales.

Parecía que se daba fin a un partido reñido con la velocidad y el vértigo, pero bastante bien sazonado en las buenas intenciones. Parecía, porque mientras Ángel Comizzo disfrutaba aún del abrazo efusivo por el empate, habría tiempo para otro milagro.

Alianza Lima derrotó 2-1 a Universitario, por la fecha 7 (Foto: GEC)
Alianza Lima derrotó 2-1 a Universitario, por la fecha 7 (Foto: GEC)

Dos minutos, veinte años

Axel Moyano, con dos minutos en el campo de juego y veinte años de vida, ejecutaría lo impensado: un segundo gol, el del triunfo para Alianza Lima, al minuto noventa y cinco. Otra vez teniendo a Hernán Barcos como artífice de la jugada con un cabezazo colosal que revienta el parante y mientras la pelota queda a la deriva en el rebote al corazón del área, ya despegó Moyano con la velocidad de quien es capaz del máximo sacrificio por la hazaña. Nadie lo ve y otra vez quien lo ve hace uso de la mirada para intentar arrebatarle lo que ya es suyo por merecimiento: el gol alucinante para el triunfo aún más alucinante de un equipo que juega lo suficiente, pero siempre entrega desde la ferocidad de la garra, más de la cuenta.

se desata. Se rinde. Ha perdido la batalla y también el puesto.

Y entonces la emoción se desata. Eficientemente, la pericia de Barcos ha terminado por convencer a dos veinteañeros que han de ser posibles noches como estas. Con mérito absoluto, con suerte, pero nunca, nunca más, sin ganas. Porque si no es con fútbol, se gana con el corazón. Y cuando hay fútbol como anoche, el corazón tiende a ser la llave para que la fiesta sea completa.

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