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“Si no se me dan los resultados, ya sé como voy a terminar: puteado por los hinchas y maltratado por la prensa”, declaraba Ricardo Gareca a la prensa argentina en agosto de 1997, cuando asumía su primer gran reto como entrenador: reemplazar a César Luis Menotti en el Independiente de Avellaneda. Antes del fin de ese año presentó su renuncia. Se fue, seducido por una coherencia de pensamiento y la avalancha de malos resultados.
Hoy, Gareca asume un nuevo reto dirigiendo por primera vez un seleccionado. Y lo hace en el peor laboratorio para lo que, necesariamente, será su mayor coqueteo con el fracaso desde su debut en 1995.
“Vengo a trabajar, ofrezco trabajo”. Su discurso austero ha de ser también muy efectivo a la hora de exponer una defensa: si no prometí nada, no debo nada. Sabe que se juega el pellejo y no le teme, pero tampoco es tonto. El discurso de la FPF mostró, en cambio, más de una deficiencia. “Necesitamos un técnico que conozca la idiosincracia del futbolista peruano”. Convierten una característica insolvente en un rasgo prioritario. Como si con Markarián o Bengoechea hubiese funcionado.
Gareca tiene todo en contra. Ni calidad ni cantidad de jugadores. Trabaja contra el tiempo porque la Copa América es ya. Su presencia, al ser limitada solo al seleccionado mayor, es una apuesta fugaz al presente, cuando el trabajo totalizador debería apuntar a todas las divisiones hacia el futuro.
Entonces, vuelven las discusiones ociosas sobre si jugar las Eliminatorias en altura. Y aparecen también los que se autoproclaman candidatos para encontrar trabajo en el comando técnico. El mismo circo de los últimos dieciséis años. Todo un reto para Gareca, cuyo sentido más agudo, felizmente, es el de la coherencia. Y eso, ya es un alivio. Al menos tan pronto tenga que lidiar con la tentación al fracaso.