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Edwards se resistía a pensar que lo suyo iba más allá de una pasión consumada todos los viernes en el patio de Letras. Se negaba a interponer el cariño sobre su aplicada agenda universitaria: la cola en el comedor, el fulbito, la bebida o las eternas fotocopias. El sentimentalismo no era lo suyo. Pero ella lo corrompía hasta el extremo: le introducía el lenguaje del amor en cada cruce de palabras, en cada detalle, en cada día que no se veían y los SMS disparaban flechitas romanticonas.
Edwards se dejaba llevar entonces, como ahora lo hace Gareca, seducido por esa metodología perversa que significa creer y apasionarse. Edwards se dejaba llevar como lo hacemos todos tras la respuesta anímica del equipo ante Argentina. Y agudizamos así, sin querer, el conflicto interno entre la sensación de estar mejor y la cruda numerología que nos advierte que estamos -incluso- peor que antes.
Somos apasionados y hoy nuestra ilusión hace viable una victoria peruana en Santiago. Cruzamos el charco del razonamiento para zambullirnos en el del sentimentalismo frenético. Y está bien, porque el fútbol es finalmente eso: un juego. Excitarse es corresponder al egoísta engaño de los noventa minutos hacia nuestras fibras. Es gozar en ese deseo tan intenso de algo que a lo mejor y se cumple.
Siendo más fríos, Perú ha crecido en voluntad y compromiso. El de Gareca, hoy es un equipo que ha expandido sus posibilidades en base al esfuerzo solidario y la generosidad colectiva. La calidad, sin embargo, sigue siendo una garúa tímida. Por eso, a media Eliminatoria, esta felicidad parece premonitoriamente condenada al fracaso. Como el amor exagerado de Edwards, que una noche en ese mismo patio de Letras, tomándole la mano y viéndola fijamente, acabaría con toda duda sobre sus leyes de vida. ¿Tú me quieres?, le preguntó ella esperando una respuesta efusiva. Pero él, muy serio le tiraría una granada en el ventrículo izquierdo: “Te quiero, pero no tanto”.